martes, 28 de octubre de 2008

La hoja de picea. Un cuento de hadas.



Hace tiempo, tenía por casa un viejo libro de cuentos que se llamaba "La Estrella del Alba y cinco cuentos más". En él se recopilaban 6 cuentos populares de Asturias, entre los cuales he conservado en la memoria uno de ellos que me gustaba especialmente. Se llamaba "La hoja de Picea", y si no os importa que os lo escriba de memoria, decía más o menos así:

"Un vate y una pastora vivían cada uno a la orilla de un inmenso rio. Tan ancho, que no llegaba a verse un lado desde el otro, y de aguas tan traicioneras que dificilmente podía cruzarse sin gran peligro. Un año de escasas lluvias, las aguas bajaron tanto que el río olvidó su juvenil bravura y se convirtió por un tiempo en un delicioso arroyo en el que bañarse. Cierto día de aquel verano, la pastora y el vate salieron a nadar cada uno por su lado y se encontraron en el medio del riachuelo, y se hicieron grandes amigos. Tanto, que pasaron el resto del verano nadando juntos y riendo y salpicandose entre risas y espuma. Pero cuando el verano llegaba a su fin y volvieron las lluvias, las aguas comenzaron a subir de nuevo, cada día un poco más. Pero tanto les costaba a cada uno renunciar a la compañía del otro que siguieron volviendo a nadar al río, aún cuando cada vez les resultaba más dificil mantenerse a flote. Un día que amanecio nublado y en que las aguas bajaban furiosas y crecidas por la primera tormenta del otoño, ninguno de los dos quiso faltar a la cita, aún corriendo gran peligro, por no decepcionar al otro. Esta vez ni siquiera llegaron a hablarse: se atisbaron a lo lejos chapoteando con dificultad entre las olas, pero las aguas les impedían avanzar lo suficiente. Y viendo que cada uno estaba en peligro, en vez de volverse, lo que intentaban era llegar hasta el otro para ayudarse, y así ninguno salía del río, y tragaban mucha agua. Finalmente, el vate, viendo que intentar seguir juntos habría de conducirlos a un final bajo las aguas se dió la vuelta, y nadó con las fuerzas que le quedaban hacia la orilla, confiando en que ella hiciera lo mismo. Y ella, que lo vio alejarse, pensó que el se había cansado de su compañía y volvió también nadando a su orilla con el corazón pesado.
Así regresaron cada uno a su casa, donde pudieron secarse, pero tenían ambos el ánimo sombrío recordando los buenos días pasados.
Al día siguiente, el vate volvió a la orilla y se sentó y miró a lo lejos el otro extremo del río, pero no llegaba a verlo. Cogió una piedra y la lanzó a las aguas. La piedra se hundió entre ondas que se extendían en todas las direcciones. Desde entonces y con frecuencia, acudía a la orilla a tirar piedras, con la esperanza de que alguna de las ondas alcanzara la orilla opuesta, y esa idea, de algún modo, le confortaba.
Mucho tiempo después, una mañana en que iba a lanzar de nuevo una piedra, la cabeza de una muchacha asomó de las aguas.
- LLevas mucho tiempo lanzando piedras al río -dijo sonriendo.- y mis hermanas y yo nos preguntamos si tienes intencion de construir un puente.
-Ojalá pudiera -contestó él- me conformaría con que las pequeñas olas que forman mis piedras llegasen al otro extremo, pero todo se lo llevan estas aguas veloces.
Y entonces le contó su historia a la ondina, pues ondina era, y ella quiso ayudarlo y le dijo:
-Te propongo una cosa. El río es ancho y no puedo llevar nada muy pesado, pero acaso si me das una hoja de picea, pueda llevarla hasta la otra orilla. Pienso que eso te será satisfactorio.
Esto le pareció más que satisfactorio al vate, de modo que con frecuencia se reunía con la ondina y sus hermanas y siempre les daba una hoja de picea que llevar al otro lado. "¿Habeis visto a la pastora?" -les preguntaba- "No" -respondían siempre ellas-
Hasta que un día, en la otra orilla del río, paseando a sus ovejas, la pastora reparó en un montón de hojas de picea que se encontraban en la orilla, pero no estaban secas, sino verdes y frescas y aquello le pareció curioso y se acercó a donde estaban. En ese momento vió que salía del agua una mano translúcida y dejaba sobre el montón otra ojita de picea.
-¡Alto! ¿quien eres? -preguntó la niña-
Entonces la ondina salió del agua y sus ojos se dilataron por el asombro, pues pensaba que había encontrado a quien estaba buscando.
Sin tardanza, le contó la historia, y le explicó que cada día, le habían mandado desde la otra orilla una hoja de picea.
Y ella comprendió que aunque hubieran tenido que separarse, él no le tenía por ello menos afecto, sino que a veces la vida nos hace alejarnos de las personas que hemos querido sin que por ello las tengamos en menos estima.
Y en tanto tuvieron memoria el uno del otro, hubo una hoja de picea en una orilla y una de abedul en la otra. Y si las aguas de aquel río volvieron a bajar otro verano, eso aqui no se cuenta, porque como decía mi abuela: sólo los tontos y los borrachos lo cuentan todo. Y nosotros no somos de los primeros, y a veces incluso tampoco de los segundos."

2 comentarios:

mirifice dijo...

Gracias por el comment y por el link!!
Oyes este cuento está chulo!
Un beso!
Eva

ada dijo...

uf...seguro que al siguiente verano las aguas bajaron...porque si no entonces yo habría construído un puente grande grande grande :)

Bxuss!